Créditos sin evaluación de pago: defensas y acusaciones

El otorgamiento de créditos sin una evaluación adecuada de la capacidad de pago del deudor genera consecuencias y responsabilidades legales para ambas partes.
Un embudo gigante vertiendo monedas de oro directamente en una alcancía con agujeros en la base. Representa: Otorgamiento de créditos sin evaluación de capacidad de pago

El Arte de Prestar a Ciegas: Una Verdad Incómoda

Parece una revelación sacada de un manual de economía para principiantes, pero aquí estamos: los bancos, a veces, prestan dinero sin tener la más remota idea de si se lo vas a poder devolver. Sorprendente, lo sé. Uno imaginaría que estas catedrales del capital, con sus ejércitos de analistas y algoritmos predictivos, tendrían como mandamiento número uno no arrojar su dinero a un pozo sin fondo. Sin embargo, la realidad, esa gran saboteadora de teorías elegantes, nos muestra un panorama distinto.

El fenómeno tiene un nombre técnico que le da un aire de respetabilidad: “préstamo irresponsable”. Es la práctica de otorgar un crédito sin haber realizado un análisis diligente y prudente de la solvencia del futuro deudor. Esto no es un simple descuido, un error en la Matrix financiera. A menudo es una estrategia comercial tan deliberada como agresiva. Las metas de colocación de créditos pueden ser feroces, y si para llegar a fin de mes hay que mirar para otro lado mientras un cliente firma su propia sentencia financiera, pues se mira para otro lado con una profesionalidad admirable.

El mecanismo es simple. La entidad tiene un deber, una obligación legal y ética, de informarse e informar. Debe analizar tus ingresos, tus gastos fijos, tus otras deudas —esa tarjeta que usás para pagar el supermercado y que ya parece la hipoteca de un auto de lujo—. Debe, en teoría, actuar con la prudencia de un “buen hombre de negocios”, una figura casi mitológica en estos tiempos. Esto implica calcular un ratio de endeudamiento razonable, asegurarse de que la cuota del préstamo no te va a dejar comiendo arroz blanco por los próximos cinco años.

Pero la tentación es fuerte. Un crédito otorgado es un activo en el balance, un número que suma. Y si el deudor eventualmente cae en un pozo, siempre existen los departamentos de recupero, los estudios de abogados externos y la posibilidad de vender esa deuda incobrable por unos pocos mangos a fondos especializados. El problema se patea para adelante, se terceriza. El sistema, en su infinita sabiduría, ha creado anticuerpos para sus propias enfermedades. El crédito irresponsable no es un bug, es una feature con sus propios mecanismos de contención. El costo de algún que otro juicio es, simplemente, parte del modelo de negocio.

Para el Acusador: Cómo Navegar el Océano de la Deuda Ajena

Supongamos que sos vos el que está con el agua al cuello. Firmaste. Te dieron la plata, quizás para tapar otro agujero, para comprar un auto que no podías mantener o simplemente porque la oferta parecía demasiado buena para ser verdad —y, oh sorpresa, no lo era—. Ahora las llamadas no paran y las intimaciones se apilan. Sentís que te empujaron al vacío. Bien, puede que tengas razón.

Tu estrategia como “acusador”, como deudor que alega la irresponsabilidad del acreedor, no es negar la deuda sin más. Eso rara vez funciona. Tu objetivo es demostrar que el banco falló en su deber de cuidado. Que te otorgó el crédito a sabiendas de que era una misión imposible para tu economía. El argumento central es que tu consentimiento, tu firma en el contrato, estaba viciado porque no te dieron la información completa o porque, directamente, ignoraron la que tenían.

El primer paso es una arqueología financiera personal. Necesitás reunir toda la documentación: el contrato del préstamo, los resúmenes de cuenta, los recibos de sueldo de aquella época, las declaraciones juradas si sos autónomo, los resúmenes de otras tarjetas o deudas preexistentes. El objetivo es reconstruir una foto fiel de tu capacidad de pago en el momento exacto en que te dieron el crédito. Si podés probar que con tus ingresos declarados era matemáticamente inviable pagar esa cuota junto a tus otros gastos, tenés el pilar de tu caso.

Legalmente, te ampara la Ley de Defensa del Consumidor. Esta ley, a menudo subestimada, establece un deber de información claro y una obligación de trato digno. Forzar a un cliente a un sobreendeudamiento insostenible puede ser considerado una práctica abusiva. La meta puede ser solicitar la nulidad del contrato o, más comúnmente, una adecuación de sus cláusulas. Esto podría significar una reducción drástica de los intereses punitorios o incluso una quita del capital. No es un pase libre para no pagar, sino una herramienta para que la balanza de la justicia, que siempre se inclina hacia el lado con más pila de papeles, se reequilibre un poco.

Para el Acusado: La Defensa en el Filo de la Navaja

Ahora, cambiemos de silla. Sos el abogado del banco. El panorama es menos heroico, pero el sueldo es mejor. Tu trabajo es defender lo que parece indefendible. ¿Cómo se hace? Con una mezcla de formalismo legal, realismo cínico y una pizca de transferencia de responsabilidad.

La primera línea de defensa es un clásico inmortal: la libertad de contratar y la autonomía de la voluntad. Tu cliente, el deudor, es una persona adulta, en pleno uso de sus facultades mentales, que leyó (o se presume que leyó) un contrato y lo firmó. Nadie le puso una pistola en la cabeza. Él mismo solicitó el crédito. Querer anularlo ahora, cuando las cosas salieron mal, es un intento de evadir las consecuencias de sus propias decisiones. Es un argumento potente porque apela al sentido común y a un pilar del derecho contractual.

La segunda estrategia es cuestionar la información. ¿El cliente declaró todos sus ingresos? ¿Omitió alguna deuda? La carga de la prueba sobre su situación financiera recae, en principio, sobre él. La defensa argumentará que el banco evaluó la solvencia con los datos que el propio solicitante proporcionó. Si esos datos eran falsos o incompletos, la responsabilidad es suya. “Actuamos de buena fe con la información disponible”, dirás con la cara más seria que puedas poner.

Luego viene la defensa tecnológica: el “scoring” crediticio. Se argumentará que la entidad sí realizó una evaluación, pero a través de un sistema automatizado. Este sistema asigna un puntaje basado en cientos de variables. Que el resultado haya sido un crédito que el cliente no pudo pagar es un riesgo inherente al negocio, no una negligencia. El sistema es objetivo, es matemático. No tiene malicia. Es una defensa elegante porque transforma una posible negligencia en un proceso técnico, aséptico y, por lo tanto, defendible. Finalmente, está el argumento del riesgo-precio: los intereses eran altos precisamente porque el perfil del cliente era riesgoso. Al aceptar esa tasa, el cliente aceptó el riesgo. Es un argumento circular, casi una obra de arte del cinismo legal, pero funciona más a menudo de lo que uno quisiera admitir.

Reflexiones Finales desde la Trinchera Legal

Después de ver este partido desde ambas tribunas, una conclusión se vuelve tan clara como incómoda: el sistema no está roto, está diseñado así. El otorgamiento de créditos irresponsables no es una anomalía, sino el resultado predecible de un sistema que prioriza el volumen de transacciones sobre la sostenibilidad financiera individual. La ocasional condena judicial por esta práctica es vista por las grandes entidades como un costo operativo más, como pagar la factura de la luz o el sueldo de la gerencia.

La “evaluación de solvencia”, en muchos casos, es un ritual. Un acto de teatro corporativo para cumplir con la normativa de manera superficial. Se tildan casillas en un formulario digital, se corre un algoritmo que nadie entiende del todo y se imprime un contrato de adhesión de treinta páginas en letra tamaño 8. La diligencia real, el análisis humano y prudente, es un lujo que la maquinaria industrial del crédito minorista no siempre puede permitirse.

En el fondo de todo este quilombo legal y financiero yace una profunda asimetría de poder y de información. De un lado, una organización con equipos legales, economistas y una comprensión profunda de los contratos que ellos mismos redactaron. Del otro, un individuo que necesita guita, a menudo con urgencia, y cuya capacidad para negociar o siquiera comprender la totalidad de las cláusulas a las que se somete es, seamos generosos, limitada. La ley intenta nivelar el campo de juego, pero la pendiente es pronunciada.

Así, mientras los abogados debatimos sobre consentimientos viciados y deberes de cuidado, el ciclo continúa. Se otorgan créditos que alimentan un consumo insostenible, se inflan burbujas que inevitablemente explotan y, cuando lo hacen, todos nos sorprendemos y buscamos culpables. Pero la verdad es que las semillas de la próxima crisis financiera no se plantan en las altas esferas de las finanzas globales, sino en el día a día, en cada préstamo concedido con una sonrisa y un guiño cómplice, sabiendo que las probabilidades de que todo termine mal no son para nada despreciables. Es, simplemente, el precio de mantener la rueda girando.