Contrato de jardinería: incumplimiento y defensa del consumidor

El incumplimiento de un contrato de jardinería genera reclamos por daños y vicios en el servicio bajo la Ley de Defensa del Consumidor y el Código Civil.
Un cactus robusto y floreciente, con un agujero en el centro y un puñado de tierra seca a su alrededor. Representa: Una empresa de jardinería realiza un trabajo deficiente que daña la vegetación de un jardín o cobra por servicios no realizados afectando el espacio del propietario.

El jardín de las delicias… arruinado

Uno se imagina la escena. Ahorros, planes, la revista de decoración sobre la mesa. Se contrata a una empresa de jardinería, a un “paisajista”, que promete el paraíso terrenal en el fondo de casa. Muestran renders, fotos de otros trabajos, hablan de especies exóticas y sistemas de riego inteligentes. Se firma un presupuesto, a veces un contrato más o menos prolijo, y se paga un adelanto. Y después, el desastre. El césped que debía ser una alfombra verde es un manchón amarillo, las plantas carísimas se mueren a la semana, o peor, cobran por trabajos que jamás se hicieron. La primera reacción es la bronca. La segunda, la impotencia. La tercera, el llamado a un abogado. Y ahí es donde entro yo, y la historia se repite con una monotonía que asusta.

Lo primero que hay que entender, para no perderse en el laberinto de la frustración, es que esto no es una simple cuestión de mala suerte. Es un clarísimo caso de incumplimiento contractual en el marco de una relación de consumo. Y eso, en el derecho argentino, cambia todo el panorama. Porque no estamos hablando de dos partes en igualdad de condiciones. De un lado, un profesional o una empresa que se dedica a eso, que tiene el conocimiento técnico, la experiencia. Del otro, un consumidor, usted, que confió. La ley, con un optimismo que a veces conmueve, intenta nivelar esa cancha. El escudo principal es la Ley 24.240, la de Defensa del Consumidor. Esa ley es el ancla de todo el reclamo.

El nudo del asunto, el concepto clave que hay que martillar desde el primer escrito hasta el alegato final, es la obligación de resultado. ¿Qué significa esto? El jardinero, el paisajista, no se comprometió a “hacer lo posible” para que su jardín quede lindo. No, para nada. Se comprometió a entregar un resultado concreto y específico: el jardín que le prometió. No es una obligación de medios, como la de un médico que promete usar toda su ciencia y pericia pero no puede garantizar la curación. Acá se prometió una obra, un producto terminado. Si el resultado no se alcanza, el incumplimiento es flagrante. No hay mucha vuelta que darle. La empresa no puede venir a decir “uh, justo vino una helada” o “el suelo era más ácido de lo que pensaba”. Son profesionales, se supone que deben prever esas cosas. Es su deber de idoneidad, su riesgo empresario. Si no lo hicieron, el problema es de ellos. Punto.

Claro, en los papeles todo esto suena fantástico. La ley protege al débil, la obligación es de resultado, la justicia prevalecerá. Pero la práctica, los pasillos de tribunales, la pila de papeles que es un expediente… esa es otra historia. Porque del otro lado, la empresa va a defenderse. Va a decir que el cliente no regó las plantas como se le indicó, que los materiales que proveyó el propio cliente eran de mala calidad, que el perro del vecino se comió los plantines. Van a intentar, por todos los medios, trasladar la culpa. Y ahí empieza la verdadera batalla, que no es una batalla de derecho, sino de prueba. ¿Cómo demuestra usted que su jardín era un edén antes de que llegaran ellos? ¿Cómo prueba que el sistema de riego que le cobraron y no funciona, realmente no funciona y no es que usted no sabe apretar el botón correcto? Aquí es donde el optimismo de la ley choca de frente con la cruda realidad de tener que juntar papelitos, fotos y testigos para convencer a un juez.

La Ley en el papel y la batalla en el barro

Metámonos un poco en la letra chica, en las herramientas que nos da el sistema. El artículo 19 de la Ley 24.240 es el corazón de la defensa en estos casos. Dice, con una claridad meridiana, que si la prestación de un servicio tiene deficiencias, el consumidor tiene tres opciones a su elección. Tres caminos. Primero, puede exigir que le hagan el trabajo de nuevo, sin costo adicional. Si le pusieron un césped de mala calidad, que lo saquen y pongan el que correspondía. Segundo, puede aceptar el trabajo como está pero pedir una quita en el precio. Me dejaste el jardín a medio hacer, bueno, te pago la mitad. Y tercero, la opción más drástica: rescindir el contrato y pedir que le devuelvan lo que pagó, más los daños y perjuicios. Esta última es, por lo general, la que trae al cliente a la oficina del abogado.

El problema, como siempre, es la ejecución. Exigir es fácil. Que del otro lado cumplan, no tanto. Ahí es donde entra la carta documento. Ese pedazo de papel con valor legal es el primer paso formal. Es decirle a la empresa: “Señores, se acabó la charla por WhatsApp. A partir de ahora, hablamos en serio”. Muchas veces, una carta documento bien redactada, citando los artículos de ley pertinentes y advirtiendo sobre el inicio de acciones legales, es suficiente para que la empresa reaccione. Entienden que la cosa va en serio y que un juicio les va a salir más caro que arreglar el problema. Pero otras veces no. La ignoran, la contestan con otra carta documento llena de mentiras, o simplemente apuestan al desgaste. Apuestan a que el cliente se canse.

Y si se cansa, o si no responden, el siguiente paso es la mediación prejudicial obligatoria. En el ámbito de consumo, solemos ir al COPREC (Consumo Protegido) o a los organismos provinciales equivalentes. Es una instancia donde las partes se sientan cara a cara con un mediador. Suena civilizado. A veces lo es. Es una oportunidad para llegar a un acuerdo sin tener que pisar un tribunal. Pero seamos sinceros: la mayoría de las veces es un tire y afloje donde las empresas ofrecen dos pesos con cincuenta para cerrar el tema, sabiendo que el juicio es largo y costoso para el consumidor. Ofrecen arreglar “una partecita” del jardín o devolver un porcentaje mínimo de lo pagado. Y acá es donde el consumidor tiene que tomar una decisión estratégica, fría. ¿Acepto este mal acuerdo ahora o me embarco en un juicio que puede durar cinco, seis, siete años? No hay una respuesta correcta. Depende del daño, del dinero en juego, y de la paciencia de cada uno.

Si la mediación fracasa, se abre la vía judicial. Y acá entra a jugar un concepto que a los jueces les encanta, porque les da un aire de protectores de los desvalidos: la carga dinámica de la prueba. En criollo: el que está en mejores condiciones de probar algo, tiene que probarlo. La teoría dice que el jardinero profesional, con sus conocimientos, sus herramientas y su experiencia, está en una posición mucho mejor para demostrar que su trabajo fue impecable. Debería tener registros, fotos del “antes”, análisis de suelo si hiciera falta. Debería poder explicar técnicamente por qué las plantas se secaron. El consumidor, en cambio, solo tiene su palabra y unas fotos borrosas del celular. En la práctica, los jueces suelen aplicar este principio. Le dicen a la empresa: “Usted es el que sabe. Demuéstreme que hizo todo bien”. Esto es una ventaja procesal enorme para el consumidor, pero no es un cheque en blanco. Uno igual tiene que aportar un mínimo de prueba, lo que llamamos “verosimilitud del derecho”. Hay que llevar las fotos, los mails, el presupuesto, los testigos. Hay que construir un relato sólido. Sin eso, por más carga dinámica que haya, el juicio se pierde.

El famoso “Daño Punitivo”: ¿Un cheque en blanco?

Y entonces llegamos a la joya de la corona, la zanahoria que persiguen todos los clientes y que a los abogados nos obliga a poner cara de póker: el daño punitivo. Está en el artículo 52 bis de la Ley de Defensa del Consumidor. Es una multa civil, una sanción económica que no busca reparar el daño del jardín (para eso está la indemnización por daño material y moral), sino castigar a la empresa por su conducta y disuadirla de que vuelva a hacerlo. Suena a justicia divina. El cliente escucha “daño punitivo” y se imagina un cheque con muchos ceros, una venganza económica contra la empresa que lo estafó.

La realidad, como siempre, es mucho más gris. Conseguir que un juez aplique el daño punitivo no es para nada sencillo. No basta con un simple incumplimiento contractual. No alcanza con que el césped esté feo o que una planta no haya prendido. Tiene que haber algo más. La jurisprudencia, es decir, lo que vienen diciendo los jueces en sus fallos, es bastante clara al respecto. Se requiere una conducta grave por parte del proveedor. Un menosprecio total por los derechos del consumidor. Una desatención grosera. Por ejemplo, la empresa que, ante los reclamos, no solo no da una solución sino que se burla del cliente. La que miente descaradamente. La que tiene un patrón de conducta, es decir, que se sabe que estafa a clientes de forma sistemática. Hay que probar una indiferencia dolosa o una culpa grave. Es el famoso “no les importó nada”.

Para pedirlo, hay que argumentarlo muy bien. Hay que demostrar no solo el daño en el jardín, sino toda la odisea posterior: los llamados ignorados, los mails sin respuesta, las promesas incumplidas, el ninguneo en la mediación. Hay que pintar un cuadro de desidia y malicia. Y aun así, el monto que fijan los jueces suele ser bastante moderado. Salvo en casos muy escandalosos, de grandes empresas con prácticas abusivas a gran escala, las multas por daño punitivo en casos como el de un jardín no suelen ser cifras que cambien la vida. Son, más bien, un llamado de atención. Un “tirón de orejas” con valor económico. Es importante manejar las expectativas del cliente en este punto, porque la desilusión puede ser tan grande como la que sintió al ver su jardín arruinado. El daño punitivo es una herramienta poderosa, sí, pero es de uso quirúrgico, no una bomba atómica que se puede tirar en cualquier batalla. Los jueces son muy reacios a concederlo, porque implica un castigo, y en el derecho civil la idea de castigo siempre genera un poco de escozor. Pero cuando se dan los presupuestos, cuando la conducta de la empresa es realmente vergonzosa, es una obligación del abogado pedirlo. Y a veces, muy a veces, los planetas se alinean y un fallo ejemplar pone las cosas en su sitio.

Consejos de trinchera: cómo no morir en el intento

Después de años de ver estos casos, uno desarrolla una especie de manual de supervivencia. No son consejos morales, son cálculos fríos, estratégicos, para navegar este pantano. Y valen para las dos veredas.

Para el consumidor estafado:

1. Documente todo, de forma obsesiva. Antes de que el jardinero ponga un pie en su casa, saque fotos. Muchas. De todos los ángulos. Guarde el presupuesto, el contrato, cada mail, cada mensaje de WhatsApp. Si puede, certifique esas conversaciones con un escribano. Parece una exageración, pero en un juicio, un WhatsApp certificado es una prueba contundente; un simple screenshot, es un indicio que la otra parte puede desconocer fácilmente. El contrato, por favor, por escrito. Un acuerdo de palabra es una pesadilla para probar.

2. La Carta Documento es su primera arma. No se desgaste en discusiones telefónicas interminables. Cuando vea que la cosa no va, invierta en una carta documento. Sea claro, conciso, fije un plazo para la solución (por ejemplo, 72 horas) y advierta sobre el inicio de acciones legales. Es el modo formal de constituir en mora al deudor y de fijar su posición.

3. Sea realista con la mediación. Vaya a la mediación con una estrategia. Sepa cuál es su piso mínimo para aceptar un acuerdo. Piense en el tiempo y el costo de un juicio. A veces, un mal arreglo es mejor que un buen pleito. Un pleito que, repito, puede durar años. Para cuando salga la sentencia, quizás ya se mudó o el jardín es una selva impenetrable. La justicia lenta no es justicia, y en estos temas, es una verdad de la milanesa.

4. Calcule los rubros del reclamo. ¿Qué va a pedir? Primero, el daño emergente: el dinero que pagó y no sirvió, o el costo de que otro profesional arregle el desastre (para esto necesita un presupuesto nuevo). Segundo, el daño moral. Este es el más subjetivo. Es la angustia, el estrés, la frustración. No se hace rico con el daño moral por un jardín, seamos claros. Los jueces son prudentes. Pero es un rubro que corresponde reclamar. Y tercero, si el caso lo amerita, el daño punitivo, como ya vimos. Hable con su abogado, sea transparente con la prueba que tiene y escuche con atención el análisis de probabilidades.

Para la empresa de jardinería (que quiere hacer las cosas bien y evitarse un dolor de cabeza):

1. El presupuesto es su mejor defensa. Sea detallado hasta el hartazgo. Especifique qué tipo de plantas, qué marca de césped, qué sistema de riego, qué tareas incluye y, sobre todo, qué no incluye. Si ve que el suelo es malo o que las condiciones no son las óptimas, déjelo por escrito. Hágaselo firmar al cliente. Cúbrase las espaldas.

2. Documente su propio trabajo. Saque fotos del “antes” para que no le puedan endilgar problemas preexistentes. Saque fotos del “después” para demostrar cómo entregó la obra. Tenga un registro de las indicaciones que le da al cliente para el mantenimiento posterior (riego, fertilización, etc.) y entrégueselas por escrito.

3. No ignore los reclamos. Es el peor error que puede cometer. Un cliente ignorado es un cliente que se va a poner como objetivo de vida arruinarle la existencia. Cuando llegue una queja, responda. Acérquese, mire el problema, ofrezca una solución razonable. Un par de plantas nuevas o unas horas de trabajo extra son infinitamente más baratas que los honorarios de un abogado y el costo de un juicio.

4. Entienda su rol. Usted es el profesional. La ley presume que usted sabe. No puede alegar ignorancia. Asuma la responsabilidad que le corresponde. Una empresa que se hace cargo de sus errores no solo evita juicios, sino que construye una reputación sólida. Al final del día, la mejor publicidad es un cliente satisfecho, y el peor enemigo es un cliente que se sintió estafado y ninguneado.

En definitiva, este tipo de conflictos pone al desnudo las limitaciones del sistema. La ley ofrece herramientas, sí, pero son herramientas lentas, pesadas y a menudo impredecibles. La verdadera solución, la que ahorra dinero, tiempo y salud mental, pasa siempre por la prevención, la buena fe y la documentación. Porque una vez que el expediente empieza a rodar en el auto judicial, ya todos, de alguna manera, han perdido un poco.