Conflictos entre Socios: El Retiro de Utilidades y Dividendos

La distribución de utilidades en una sociedad es una fuente de conflictos regulada por el estatuto, la ley y el frágil equilibrio de poder entre socios.
Dos cerdos obesos, idénticos, en una bañera llena de monedas de oro. Uno intenta empujar al otro fuera de la bañera. Representa: Conflictos entre socios por retiro de utilidades

La anatomía de una promesa rota: El derecho a las utilidades

Toda sociedad comercial nace de un estado de enamoramiento. Los socios, embriagados de optimismo y visiones compartidas, firman un contrato que parece más una declaración de principios que un documento legal. A esta comunión de intenciones, los libros la llaman affectio societatis. Es el pegamento invisible que mantiene unida la estructura. Pero, como en cualquier relación, el tiempo y el dinero tienen la corrosiva habilidad de disolver hasta el más fuerte de los adhesivos. Y el momento en que se discute el reparto de las primeras ganancias importantes es, a menudo, el principio del fin.

Aquí surge la primera revelación incómoda: las utilidades no son un derecho divino que emana de la mera existencia de la empresa. Que la compañía haya vendido mucho o tenga una pila de trabajo no significa que haya un cheque esperando a cada socio. El derecho al dividendo es una criatura legal que debe ser traída al mundo mediante un ritual muy específico: la asamblea anual de socios. En este cónclave, se presenta el balance, esa obra de ficción contable que intenta traducir la caótica realidad del negocio a una prolija columna de números.

Si la asamblea —es decir, la mayoría del capital social— aprueba ese balance y, además, decide explícitamente distribuir las ganancias, recién en ese instante nace el crédito individual de cada socio contra la sociedad. Antes de eso, la «ganancia» es solo una expectativa, un espejismo en el desierto de las finanzas corporativas. La decisión de no distribuir es, en principio, perfectamente legal. Se puede fundar en la necesidad de reinvertir, de crear una reserva para tiempos difíciles o simplemente en un ataque de prudencia. O, claro, en el deseo de uno de los socios de hacerle la vida imposible al otro.

El arsenal del acusador: Cuando sospecho que me están «caminando»

El escenario es un clásico del género. Un socio, generalmente el minoritario que no participa en la gestión diaria, ve cómo el socio gerente cambia el auto todos los años, refacciona su casa y se toma exóticas «vacaciones de negocios», mientras la empresa, milagrosamente, declara ganancias mínimas o nulas año tras año. La frase «hay que reinvertir» se convierte en un mantra que justifica la ausencia perpetua de dividendos. La sospecha se instala: el dinero no se está reinvirtiendo, se está desviando.

Frente a esta situación, el socio que se siente despojado tiene un arsenal, aunque cada arma es más compleja y costosa de usar que la anterior.

La primera línea de ataque es la impugnación de la decisión asamblearia. Si la asamblea decidió no repartir utilidades, el socio disconforme puede ir a la justicia y pedir que se anule esa decisión. Pero no basta con decir «quiero mi plata». Debe demostrar que la resolución es abusiva, contraria al interés social y que solo beneficia al socio mayoritario en detrimento de los demás. Probar que la prudencia del gerente es, en realidad, una estrategia de asfixia financiera, requiere evidencia sólida: peritajes contables que demuestren que las «inversiones» no son tales o que los gastos de la gerencia son desproporcionados.

Si la situación es grave, se puede solicitar una medida cautelar de intervención judicial. Esto es el equivalente a poner un supervisor dentro de la empresa. Un interventor judicial, designado por el juez, fiscalizará la administración, revisará las cuentas y se asegurará de que no haya más «fugas». Es una medida drástica, invasiva y que los jueces conceden con extrema reticencia. Es, en esencia, admitir que los socios ya no pueden ni compartir el mismo espacio sin supervisión adulta.

La trinchera del acusado: Defendiendo el «bien común»

Ahora, pongámonos en los zapatos del socio gerente, el acusado de todos los males. Desde su perspectiva, él es el que trabaja día a día, el que lidia con los problemas, y su socio minoritario es un mero «rentista» que aparece una vez al año a exigir su parte del botín sin haber puesto el lomo. Su argumento de defensa será siempre el mismo: el interés social.

«No reparto dividendos porque la empresa necesita comprar maquinaria nueva», «porque se viene una crisis y debemos tener reservas», «porque estamos desarrollando un nuevo producto que nos hará millonarios en cinco años». El interés social es un concepto tan amplio y etéreo que puede servir para justificar casi cualquier cosa. La clave para el socio acusado es la previsión. Si puede presentar informes de mercado, presupuestos de proveedores y un plan de negocios que, aunque sea remotamente, justifique la retención de fondos, su posición será sólida.

Además, cuenta con un principio legal poderoso: la autonomía de la voluntad societaria. Los jueces no son empresarios y, en general, no les gusta decirle a una sociedad cómo debe manejar su negocio. La decisión de la mayoría, expresada en la asamblea, es soberana. Solo se anulará si el abuso es flagrante, casi grosero. La carga de la prueba recae enteramente sobre el acusador, quien debe desmantelar una narrativa de prudencia y visión de futuro. El acusado, mientras tanto, puede sentarse sobre una pila de papeles y lucir como un estadista responsable que protege a la empresa de la codicia ajena.

Verdades incómodas y el divorcio inevitable

Después de años de batallas legales, peritajes, audiencias y un desgaste monumental de tiempo y recursos, a veces uno de los socios «gana». Pero, ¿qué es lo que gana exactamente? Generalmente, el derecho a recibir un dividendo de una empresa que ha quedado devastada por el conflicto, con una relación entre socios totalmente destruida y un valor de mercado por el suelo. Una victoria pírrica en toda regla.

La verdad más incómoda de todas es que el conflicto por las utilidades nunca es realmente sobre las utilidades. Es el síntoma de una enfermedad terminal: la pérdida absoluta de la confianza. El juicio es solo la formalización de una guerra que ya se venía librando en silencio. Y ninguna sentencia judicial puede reconstruir esa confianza.

La solución real, la que nadie quiere escuchar, debió haberse tomado al principio. Un convenio de socios detallado, una suerte de acuerdo prenupcial para empresas, donde se establezcan de antemano políticas claras de distribución de dividendos. Cuándo se reparte, qué porcentajes, bajo qué condiciones. Pero claro, nadie firma un acuerdo de divorcio el día de su boda. Cuando la pila que se puso al inicio se agota, ya es tarde.

Por eso, el consejo más sensato, aunque menos heroico, que se le puede dar a un socio atrapado en esta espiral, es que evalúe seriamente una salida. Negociar la venta de su participación, proponer la disolución ordenada de la sociedad o buscar una escisión del negocio. Es preferible un final ordenado que una guerra de trincheras que solo garantiza la destrucción mutua. A veces, la mejor forma de ganar es saber cuándo retirarse de la mesa.