Cobro por servicios no prestados: Defensa y Acusación

La anatomía de una factura fantasma
Parece una obviedad, pero en el universo de las relaciones de consumo, las obviedades suelen ser las primeras víctimas. Pagar por algo que uno no recibió. Tan simple y tan irritantemente común. Desde el servicio de internet que nunca se instaló pero cuya factura llega con una puntualidad envidiable, hasta esa suscripción a una revista de jardinería exótica que jamás solicitamos pero que debita de nuestra tarjeta mes a mes. Esto, en el lenguaje llano de los mortales, es una estafa. En la jerga legal, que gusta de la elegancia y los eufemismos, lo llamamos incumplimiento contractual y enriquecimiento sin causa. Suena más sofisticado, pero significa exactamente lo mismo: alguien se está quedando con nuestra plata a cambio de absolutamente nada.
El contrato, ese acuerdo de voluntades que a veces firmamos con una cruz en un dispositivo electrónico y otras veces consentimos tácitamente al entregar nuestros datos, es una promesa bilateral. Yo prometo pagarte y vos prometés darme algo a cambio. Un servicio, un producto, una experiencia. Cuando una de las partes cumple religiosamente —el débito automático es la prueba más devota de nuestra fe— y la otra parte simplemente… no lo hace, el equilibrio se rompe. La factura que llega no es un simple papel o un PDF; es la materialización de una promesa rota. Es un documento que afirma una realidad que no existe. Y aquí reside el núcleo del conflicto. No es un problema de sistemas, no es un “error de facturación”. Es la exigencia de un pago por una obligación que el proveedor decidió, por la razón que fuere, no honrar.
La tecnología, que nos prometió un mundo de eficiencia y transparencia, a menudo se convierte en el escudo perfecto para estas prácticas. Un algoritmo “cometió un error”, un sistema “generó un cargo indebido”. Es fascinante cómo la responsabilidad se diluye en la complejidad del software, dejando al consumidor frente a un laberinto burocrático diseñado para agotar la paciencia del más tenaz. Pero la ley, a su ritmo cansino y analógico, es clara: si no hay servicio, no hay obligación de pago. Cualquier cobro ejecutado en esas condiciones es, por definición, indebido.
El manual de supervivencia del consumidor estafado
Frente a la recepción de una factura por un servicio inexistente, el primer impulso humano es la indignación, seguido de una sensación de impotencia. Canalizar esa energía es crucial. No se trata de una cruzada heroica, sino de un procedimiento metódico y algo tedioso. Aquí, el orden es más importante que la furia.
Paso 1: Documentar lo evidente. Guarde todo. La factura, el mail de notificación, la captura de pantalla del débito en su home banking. Cualquier prueba que demuestre el cobro. Si hubo un intento de prestación fallido —el técnico que nunca llegó, la llamada que se cortó—, anote día, hora y nombre del interlocutor si lo tuvo. La memoria es traicionera; los registros digitales, un poco menos. Este archivo será su mejor amigo.
Paso 2: El ritual del reclamo formal. Antes de escalar, hay que cumplir con el protocolo. Se debe contactar a la empresa. Pero no con una llamada a un call center donde su queja se perderá en el éter. Se necesita un reclamo fehaciente. Esto es, un medio que deje constancia de su existencia y contenido. Un mail a la dirección de atención al cliente oficial, guardando el correo enviado y esperando una respuesta con número de gestión, es el mínimo indispensable. La carta documento es el método clásico e indiscutible, aunque implica un costo. Su objetivo es simple: notificar formalmente a la empresa del error y exigir el cese del cobro y el reintegro de lo ya pagado. Es un paso obligatorio que demuestra buena fe, aunque las expectativas de una solución inmediata deberían ser moderadas.
Paso 3: La mediación administrativa. Si la empresa ignora su reclamo o le ofrece una respuesta insatisfactoria, el siguiente escalón son los organismos de Defensa del Consumidor. A nivel nacional, el COPREC (Servicio de Conciliación Previa en las Relaciones de Consumo) es la vía. Es una instancia gratuita para el consumidor, donde se cita a la empresa a una audiencia virtual o presencial con un mediador. No es un juicio. Es una charla “civilizada” donde se busca un acuerdo. A veces funciona. Otras veces, la empresa envía a un representante sin poder de decisión, transformando la audiencia en una mera formalidad para dilatar el proceso. Si hay acuerdo, se firma y tiene fuerza de ley. Si no, se cierra la instancia y queda el camino libre para la próxima etapa.
Consejos no solicitados para la empresa “distraída”
Ahora, una palabra para el proveedor del servicio fantasma. Es comprensible que, en la vorágine de las operaciones masivas, ocurran errores. Sin embargo, la forma en que se gestionan esos errores define a una empresa seria de una que simplemente ve a sus clientes como números en una base de datos. Ignorar un reclamo por un cobro indebido es, desde una perspectiva de negocios, una pésima decisión.
Primero, por una cuestión de costos. Un reclamo de, digamos, dos mil pesos, puede transformarse rápidamente en una pesadilla económica. El tiempo de un empleado para gestionar el reclamo inicial, luego el de un abogado para asistir a una mediación en COPREC, las posibles multas administrativas y, en el peor de los casos, los costos de un litigio judicial con honorarios y una potencial condena por daño punitivo, superarán por un margen astronómico el monto original. La matemática es simple: es más barato solucionar el problema de raíz y devolver el dinero.
Segundo, y aquí viene la revelación más incómoda para muchos: la carga de la prueba recae sobre ustedes. La Ley 24.240 de Defensa del Consumidor, en su artículo 53, establece el principio de las “cargas probatorias dinámicas”. Traducido: quien está en mejores condiciones de probar un hecho, debe hacerlo. ¿Quién está en mejores condiciones de demostrar que un servicio de internet fue efectivamente instalado y funciona? ¿El consumidor, que debe probar un hecho negativo (que no tiene servicio), o la empresa, que posee los registros técnicos, las órdenes de trabajo y los sistemas para verificarlo? La respuesta es obvia. Es la empresa la que debe presentar ante el mediador o el juez la prueba irrefutable de que cumplió su parte del trato. El silencio o la mera negativa no son una defensa válida.
Verdades incómodas y el costo de la indiferencia
El verdadero daño de un cobro por un servicio no prestado rara vez es el monto en la factura. Es el tiempo perdido. Las horas dedicadas a llamar a un número que no atiende nadie, a redactar mails que reciben respuestas automáticas, a preparar la documentación para una audiencia. Es el estrés y la frustración de sentirse estafado y ninguneado por una estructura corporativa anónima e impenetrable. Este daño, conocido en la jerga como daño moral, también es resarcible, aunque cuantificar la indignación en pesos siempre será un ejercicio imperfecto.
Pero hay más. Cuando la conducta de la empresa no es un simple error aislado, sino una práctica sistemática o una muestra de desprecio absoluto por los derechos del consumidor —como ignorar reiteradamente los reclamos o no presentarse a las audiencias—, los jueces tienen una herramienta poderosa: el daño punitivo. No es una compensación para la víctima, sino una multa, una sanción económica que se añade a la condena y cuyo fin es castigar al proveedor y disuadirlo a él, y a otros, de repetir esa conducta en el futuro. Es el sistema reconociendo que la indiferencia deliberada tiene un precio, y que ese precio debe ser lo suficientemente alto como para que sea más rentable portarse bien que especular con el agotamiento del cliente.
Al final del día, reclamar no es una opción, es una necesidad. No por el dinero, que también, sino por un principio de sanidad cívica. Permitir que estos “errores” pasen sin consecuencias es validar un sistema donde la promesa contractual es opcional para el más fuerte. Requiere paciencia, método y una pila de perseverancia. No es una batalla épica, es una guerra de desgaste burocrático. Y en esa contienda, tener la razón es solo el primer paso; hacerla valer es todo lo demás.