Catering fallido: Derechos del consumidor ante un evento arruinado

El contrato: ese documento maravillosamente ignorado
Parece una revelación asombrosa, pero contratar un servicio implica que la otra parte debe cumplir con lo pactado. Un servicio de catering no se compromete a una vaga promesa de “hacer lo posible” para que la comida sea comestible y alcance para todos. Se compromete a un resultado concreto. Esta no es una opinión personal, es la naturaleza misma de su obligación, una “obligación de resultado” que el Código Civil y Comercial contempla con una claridad meridiana. El proveedor no vende intenciones, vende un evento con comida y bebida en tiempo, forma y calidad. Cuando la comida llega en mal estado o las porciones son dignas de un cómic, no estamos ante un simple “mal día en la oficina”. Estamos frente a un incumplimiento contractual liso y llano.
La Ley de Defensa del Consumidor, esa norma que algunos proveedores parecen leer como si fuera ficción especulativa, es bastante explícita. El artículo 19 establece que quienes presten servicios están obligados a respetar los términos, plazos, condiciones y modalidades conforme a las cuales han sido ofrecidos, publicitados o convenidos. No hay letra chica que valga. Si se prometieron 100 porciones de lomo con papas a la crema, no se puede cumplir entregando 50 sándwiches de miga mustios con la excusa de que “la inflación nos afectó el cálculo”. Además, y aquí la cosa se pone más seria, existe un deber de seguridad. El artículo 5 de la misma ley impone que los servicios deben ser prestados en forma tal que, utilizados en condiciones previsibles o normales de uso, no presenten peligro alguno para la salud o integridad física de los consumidores. Entregar comida en mal estado no es un mero error estético, es una violación directa a este deber fundamental, que puede derivar en consecuencias mucho más graves que una simple indigestión y que abre la puerta a reclamos de otra magnitud.
Es fascinante observar cómo se subestima la fuerza de un presupuesto aceptado por mail o un simple intercambio de mensajes de WhatsApp. Muchos creen que sin un pergamino firmado ante escribano no hay contrato. La realidad jurídica es que el consentimiento puede manifestarse de múltiples formas. Ese ida y vuelta donde se detallan el menú, la cantidad de invitados, la fecha y el precio, conforma un contrato con plena validez. Toda esa información, que surge del deber de información del artículo 4 de la ley, pasa a integrar el acuerdo y su incumplimiento es tan grave como si estuviera tallado en piedra. La informalidad de los medios no le resta un ápice de seriedad al compromiso asumido.
Para el organizador: la crónica de una catástrofe anunciada
Cuando la realidad se impone y la fiesta se transforma en un velorio gastronómico, la primera reacción suele ser la furia, seguida de una parálisis. Error. Desde el instante en que se detecta el desastre, el damnificado debe mutar en un perito forense amateur. La prueba es todo. ¿La comida está en mal estado? Se sacan fotos. Fotos nítidas, con buena luz, que muestren el color anómalo, la textura sospechosa. Se graba un video. Se llama a dos o tres invitados para que actúen como testigos involuntarios del desastre, y si es posible, se les pide que dejen constancia de su experiencia por escrito más tarde. ¿La comida es insuficiente? Se documenta la escasez: fotos de las bandejas vacías a los veinte minutos de iniciado el servicio, invitados con platos vacíos y cara de desconcierto. Cada imagen es un ladrillo en el muro de la demanda futura.
La documentación no termina ahí. Es imperativo guardar una muestra de la comida en cuestión. Se la congela, se la guarda en un recipiente hermético. Esto puede ser crucial para un eventual análisis bromatológico que certifique de forma científica la ineptitud del producto. Se deben guardar todos los comprobantes: la factura (si es que tuvieron la decencia de entregarla), los remitos, los correos electrónicos, las capturas de pantalla de los chats. Absolutamente todo. Este cúmulo de evidencia será el combustible del auto que nos llevará primero a la instancia de conciliación obligatoria (COPREC) y, si el proveedor insiste en su negación de la realidad, a los tribunales. El reclamo no se limita a la devolución del dinero pagado, el daño emergente. El verdadero núcleo del asunto es el daño moral. El disgusto, la vergüenza ante los invitados, la ruina de un momento que debía ser de celebración —sea una boda, un cumpleaños de 15 o un evento corporativo— tiene un valor económico. La justicia entiende que la aflicción espiritual y la alteración de la tranquilidad anímica se resarcen, y es en este punto donde las indemnizaciones adquieren una dimensión considerable.
Para el proveedor: el arte de la defensa (o la negación plausible)
Del otro lado del mostrador, la situación es… delicada. La estrategia de defensa no puede basarse en excusas pedestres. Alegar que “el ayudante de cocina era nuevo” o que “hubo un problema con el proveedor de carne” es jurídicamente irrelevante para el consumidor. La responsabilidad del catering es objetiva en lo que respecta al resultado. Esto significa que no importa si tuvieron o no la culpa; si el resultado prometido no se cumplió, responden igual. La única forma de eximirse es probando la existencia de una causa ajena, un caso fortuito o fuerza mayor imprevisible e inevitable. Y no, un embotellamiento en la General Paz o una heladera que de repente “dejó de andar” rara vez califican como un acto de Dios.
Una defensa sólida se construye antes del evento. Implica tener un sistema de gestión de calidad impecable: registros de la cadena de frío, certificados de manipulación de alimentos del personal, contratos claros con los propios proveedores. Es demostrar con papeles que se actuó con la diligencia de un “buen hombre de negocios”. Si el contrato incluía cláusulas que limitaban la responsabilidad, hay que saber que la Ley 24.240, en su artículo 37, considera como no convenidas a las cláusulas que desnaturalicen las obligaciones o limiten la responsabilidad por daños. Dicho en criollo: esa cláusula que dice “la empresa no se responsabiliza por la calidad final de los productos perecederos” es papel pintado. La mejor defensa, entonces, es una ofensiva de calidad y profesionalismo. Y si el error ya ocurrió, una negociación rápida e inteligente para compensar al cliente puede ser la forma más económica de evitar un litigio cuyo costo, no solo en dinero sino en reputación, puede ser devastador. A veces, reconocer el error y ofrecer una reparación generosa es la decisión empresarial más astuta.
Más allá del bife de chorizo: el daño punitivo y la dignidad del consumidor
Aquí es donde la discusión abandona el terreno de la simple compensación y entra en el ámbito de la sanción ejemplar. Cuando el incumplimiento del proveedor no es un mero error, sino el resultado de una grave negligencia, un desprecio calculado por los derechos del cliente o una política empresarial de maximizar ganancias a costa de la calidad mínima, la ley argentina ofrece una herramienta formidable: el daño punitivo. Contemplado en el artículo 52 bis de la Ley de Defensa del Consumidor, esta figura permite al juez imponer una multa civil al proveedor, cuyo monto puede ser significativo, y que se suma a las indemnizaciones por daño material y moral. No se trata ya de reparar a la víctima, sino de castigar al infractor y, fundamentalmente, de disuadirlo a él y a otros de repetir conductas similares en el futuro.
La aplicación del daño punitivo no es automática. Requiere la prueba de un menoscabo grave al consumidor, una conducta dolosa o una culpa grave por parte del proveedor. Entregar comida en mal estado que causa intoxicaciones, o una reducción de cantidades tan grosera que denota una estafa planificada, son escenarios propicios para su aplicación. La jurisprudencia ha sostenido que esta sanción procede ante una “conducta intolerable” y una “desconsideración mayúscula” hacia el consumidor. Es la respuesta del sistema legal a la impotencia del individuo frente a empresas que, en ocasiones, ven las posibles demandas como un simple costo operativo. El daño punitivo les recuerda que jugar con la salud, el dinero y la dignidad de las personas no es un negocio rentable.
En última instancia, todo esto se remonta a un principio constitucional. El artículo 42 de nuestra Constitución Nacional no solo reconoce los derechos de los consumidores a la protección de su salud, seguridad e intereses económicos, sino también a condiciones de trato equitativo y digno. Arruinar un evento por codicia o ineptitud no es solo un incumplimiento contractual; es una afrenta a esa dignidad. El reclamo, por ende, no es un simple pedido de devolución de dinero. Es el ejercicio de un derecho ciudadano fundamental, un acto de afirmación para que el mercado entienda que las promesas, por más etéreas que parezcan, tienen el peso de la ley.