Cargos ocultos en contratos: el arte de la letra chica

Los cargos ocultos en contratos de servicios constituyen una práctica abusiva que vulnera el deber de información y la buena fe contractual del consumidor.
Un iceberg con un pequeño y visible pico, y una inmensa base sumergida bajo el agua, llena de pequeños tentáculos pegajosos que se extienden hacia un barco que se hunde lentamente. Representa: Cargos ocultos en contratos de servicios

El espejismo de la transparencia contractual

Vivimos en la era de los contratos de adhesión. Ese fajo de papeles, o su equivalente digital que aceptamos con un clic sin pestañear, no es una negociación entre pares. Es un monólogo. Una de las partes, la empresa, redacta las reglas del juego; la otra, el consumidor, decide si juega o se queda afuera. No hay espacio para el debate, la enmienda o la objeción. Es un simple y llano “lo tomás o lo dejás”. Y en este ecosistema, la transparencia es, a menudo, una cuidada puesta en escena.

La normativa de defensa del consumidor se erige sobre una ficción necesaria: la de un consumidor razonable e informado. Sin embargo, la realidad insiste en demostrarnos que el consumidor es, ante todo, una persona con cosas mejores que hacer que descifrar un texto legal diseñado para ser impenetrable. Y es en esa grieta entre la ficción legal y la praxis cotidiana donde florecen los cargos ocultos.

El pilar fundamental que se dinamita con esta práctica es el deber de información. Parece una obviedad, pero es necesario recordarlo: el proveedor tiene la obligación legal de suministrar información en forma cierta, clara y detallada sobre todas las características del servicio y las condiciones de su contratación. Esto no significa esconder un costo en la página 14, apartado 8, subíndice ‘c’. Significa comunicar de manera frontal y comprensible todo aquello que implique un desembolso económico para el cliente. La ley no espera que el usuario tenga poderes de adivinación para saber que el “mantenimiento de servicio” es un costo extra y no parte del servicio principal por el que ya está pagando.

La famosa “letra chica” no es una excusa legal. De hecho, la normativa es explícita al respecto: las cláusulas deben ser comprensibles y autosuficientes. Si para entender un cargo se necesita un traductor de lenguaje críptico-corporativo, esa cláusula nació viciada. La buena fe, otro principio rector, se presume rota cuando el diseño del contrato parece hecho a medida para inducir a error. No es un descuido, es una estrategia.

Anatomía de un cargo “sorpresa”

Los cargos ocultos son como los parientes molestos: aparecen sin ser invitados, son difíciles de echar y siempre quieren tu plata. Aunque adoptan mil formas, su ADN es siempre el mismo: un concepto vago por un servicio no solicitado o cuyo costo debería estar incluido en el precio principal. Analicemos algunos especímenes clásicos.

El “gasto administrativo” o “costo de gestión” es un favorito. Se cobra por… bueno, por administrar y gestionar el servicio que uno ya paga. Es una obra maestra de la tautología. Es como ir a un restaurante y que te cobren un extra por “gastos de cocina”. La administración es intrínseca al negocio, no un servicio adicional que el cliente pueda optar por no recibir. Salvo que esté clara y expresamente detallado como un costo separado y justificado por una prestación concreta y diferenciada, es un cargo indebido.

Otro clásico es el “seguro de vida sobre saldo deudor” en tarjetas de crédito o préstamos. A menudo se incluye por defecto, sin consultar al cliente si desea contratarlo. La ley es tajante: la contratación de cualquier servicio debe provenir de una declaración de voluntad expresa del consumidor. El silencio no otorga. Imponer un seguro es una venta atada, una práctica prohibida que fuerza al consumidor a adquirir un producto que no pidió como condición para obtener otro que sí necesita.

Finalmente, el “costo de mantenimiento”. De una cuenta bancaria, de una línea de celular, de un servicio de cable. Si no fue informado de manera inequívoca al momento de la contratación como un costo separado del abono, su aparición posterior es una modificación unilateral del contrato. Y las modificaciones unilaterales, en perjuicio del consumidor, son nulas de nulidad absoluta. La empresa no puede, a mitad de partido, decidir que ahora el aire que se respira en el estadio también se cobra.

El manual de supervivencia para el consumidor (acusador)

Frente a este panorama, la resignación es la victoria del proveedor. El consumidor tiene a su disposición un arsenal de herramientas legales, pero requieren método y paciencia. Esto no es una carrera de velocidad, es una guerra de trincheras.

Primero: la documentación es poder. Guarde todo. El contrato original, los folletos publicitarios, los correos electrónicos, las facturas. Anote cada número de reclamo, día, hora y nombre del operador que lo atendió. Si la promesa de “costo final $1000” estaba en un mail, ese mail es una prueba contundente. La palabra se la lleva el viento, pero una captura de pantalla es un testigo persistente.

Segundo: la firma no es una sentencia. El argumento de “usted firmó, ahora se hace cargo” es la falacia preferida de los centros de atención al cliente. Haber firmado un contrato con cláusulas abusivas no las convierte en válidas. La ley considera que esas cláusulas, simplemente, no están escritas. Son inoponibles al consumidor. El consentimiento debe ser informado, y si la información fue ocultada o distorsionada, el consentimiento está viciado.

Tercero: la escalada formal. El llamado telefónico es el primer paso, pero rara vez el último. Cuando la respuesta es insatisfactoria, hay que formalizar el reclamo. Una carta documento es un instrumento formidable. Es una notificación fehaciente que obliga a la empresa a tomar una postura oficial y por escrito. Ya no es la palabra de un operador contra la suya; es un documento legal que interrumpe la prescripción y constituye una prueba de su reclamo.

Cuarto: la vía administrativa y judicial. Si la empresa ignora la carta documento o la rechaza, el siguiente paso son los organismos de defensa del consumidor. Estos entes pueden mediar en el conflicto y, en muchos casos, imponer sanciones. Si esta vía no prospera, queda la instancia judicial. Un juicio por un cargo de doscientos pesos puede parecer absurdo, pero aquí no se discute solo el monto, sino el principio. Y es en esta instancia donde conceptos como el daño punitivo pueden entrar en juego, transformando un reclamo menor en una sanción ejemplificadora para la empresa.

Consejos no solicitados para el proveedor (acusado)

Ahora, una breve digresión. Un consejo para aquellos que diseñan estas maravillas de la ingeniería contractual. Considérelo una consultoría gratuita, motivada por un profundo aprecio por la eficiencia y la aversión al trabajo innecesario que sus prácticas generan en mi profesión.

Podrían intentar con una estrategia de negocios radicalmente innovadora: la honestidad. Resulta que ser transparente sobre los costos desde el inicio genera confianza. Un cliente que entiende lo que paga y siente que el trato es justo, no solo se queda, sino que recomienda. Un cliente que se siente estafado, en cuanto puede, huye y dedica su tiempo libre a construir una pésima reputación de su marca en cada sobremesa y red social que encuentra. A largo plazo, la matemática es bastante simple.

Cada cargo oculto es una bomba de tiempo. Un solo consumidor meticuloso que lleva su caso hasta las últimas consecuencias puede sentar un precedente. Una sentencia judicial que declara nula una cláusula no afecta solo a ese cliente. Es una invitación para que miles de otros, en idéntica situación, inicien sus propios reclamos. El ahorro marginal obtenido de cada individuo se multiplica exponencialmente como un pasivo en el balance judicial. La pila de cartas documento y citaciones a mediación puede volverse más cara que la sinceridad.

Y luego está el daño punitivo. Esta figura no busca compensar al consumidor por el cargo mal cobrado; eso se logra con la simple devolución del dinero. El daño punitivo es una multa, una sanción económica que tiene por objeto castigar al proveedor por su grave indiferencia hacia los derechos del consumidor y disuadirlo de repetir la conducta en el futuro. Es el sistema legal diciendo: “Sabemos que lo hizo a propósito, y eso tiene un precio”. Un precio que puede ser significativamente mayor que la suma de todos los cargos ocultos que logró cobrar. Quizás, solo quizás, ser claro desde el principio no sea solo una obligación legal, sino también un excelente negocio.