Cancelación de Viajes: La Ficción de la 'Buena Voluntad' Corporativa

La cancelación de un paquete turístico por una empresa de viajes activa un conjunto de obligaciones legales irrenunciables, no una negociación de favores.
Un grupo de maletas amontonadas y abandonadas en medio de un desierto árido, con un sol abrasador en lo alto. Representa: Una empresa de viajes cancela un vuelo o paquete turístico sin ofrecer opciones de reembolso completas o reubicación adecuada dejando a los pasajeros varados y con pérdidas económicas por servicios no prestados.

El Contrato de Viaje: Un Pacto de Confianza (Generalmente Roto)

Es fascinante observar el delicado eufemismo con que las empresas de turismo se refieren al vínculo que las une con sus clientes. Lo llaman «experiencia», «sueño», «aventura». En los tribunales, sin embargo, preferimos un término considerablemente menos poético pero infinitamente más preciso: contrato de consumo. Este no es un detalle menor. Un contrato, en su esencia, es una promesa con consecuencias legales. Y en el ámbito del turismo, esta promesa se enmarca en una «obligación de resultado». Dicho en criollo: la empresa no se compromete a «intentar» que uno llegue a destino; se compromete a que llegue. Cualquier otra interpretación es una fantasía argumental.

El marco normativo, para desilusión de algunos departamentos de marketing, es bastante claro. La Ley 24.240 de Defensa del Consumidor (LDC) y el Código Civil y Comercial de la Nación (CCCN) forman un blindaje casi perfecto para el viajero. El artículo 19 de la LDC es explícito sobre la prestación de servicios: quienes los presten deben respetar los términos, plazos, condiciones y modalidades conforme a las cuales han sido ofrecidos, publicitados o convenidos. Esto nos lleva a un concepto clave, a menudo ignorado con admirable destreza por los proveedores: la oferta vinculante. Ese folleto satinado, ese banner parpadeante en una web, ese correo electrónico confirmando el itinerario… no son meras sugerencias decorativas. Son parte integral del contrato. Cada promesa, cada foto de una playa sin gente, cada mención de un «desayuno continental» que luego resulta ser dos galletitas de agua, obliga. Y obliga con la fuerza de la ley.

La responsabilidad del proveedor es, además, de carácter profesional y agravada. El artículo 1725 del CCCN establece que cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor es la diligencia exigible y la valoración de la previsibilidad de las consecuencias. Una agencia de viajes no es un amigo que te da un aventón al aeropuerto; es un profesional que lucra con la organización de un servicio complejo. Suponer que puede cancelar un viaje por «razones operativas» —un eufemismo glorioso para la propia imprevisión o la búsqueda de mayor rentabilidad— es, desde una perspectiva legal, un disparate. Es el equivalente a que un cirujano, a mitad de operación, decida posponerla porque le surgió un plan mejor. La confianza depositada por el consumidor no es un cheque en blanco, es el fundamento mismo del negocio.

La Cancelación Unilateral: Crónica de un Incumplimiento Anunciado

Llega el fatídico correo. Tono compungido, lenguaje corporativo, y la noticia: el viaje se cancela. Aquí es donde la ficción de la «buena fe» empresarial alcanza su clímax. A menudo se invocan, con una solemnidad digna de mejor causa, conceptos como «fuerza mayor». Permítanme una aclaración técnica que suele omitirse en esas comunicaciones: la fuerza mayor o el caso fortuito, según nuestro artículo 1730 del CCCN, es un hecho que no ha podido ser previsto o que, habiendo sido previsto, no ha podido ser evitado. Hablamos de eventos de una magnitud extraordinaria y ajenos a la empresa: un huracán, una declaración de guerra, una pandemia global declarada. No hablamos de una baja ocupación del vuelo que lo torna «poco rentable», ni de una sobreventa de pasajes fruto de un optimismo desmedido, ni de una huelga del personal de la propia empresa que podría haberse previsto y gestionado. Estos últimos son riesgos propios y ordinarios de la actividad empresarial, y pretender trasladarlos al consumidor es una violación flagrante del sinalagma contractual.

Cuando la cancelación no obedece a una causa de fuerza mayor real y demostrable, estamos ante un incumplimiento contractual liso y llano. Y aquí, el artículo 10 bis de la Ley 24.240 es la piedra angular de los derechos del consumidor. Esta norma, de una claridad meridiana, otorga al consumidor tres opciones, a su exclusiva elección: a) exigir el cumplimiento forzado de la obligación, siempre que fuera posible; b) aceptar otro producto o prestación de servicio equivalente; c) rescindir el contrato con derecho a la restitución de lo pagado. La palabra clave es «elección». La empresa no puede imponer unilateralmente un voucher para ser usado en el año del arquero, ni una reprogramación para una fecha inconveniente. El poder de decisión, por mandato legal, se traslada íntegramente al consumidor damnificado. Ignorar esto no es una «estrategia comercial», es simplemente ilegal.

El Laberinto de las «Soluciones»: Vouchers, Reprogramaciones y la Devolución del Dinero

Analicemos el menú de «soluciones» que las empresas suelen presentar como actos de magnanimidad. Primero, el célebre voucher. Este instrumento es, en esencia, un préstamo forzoso y sin interés que el consumidor le hace a la empresa. En una economía con una inflación galopante, aceptar un voucher por el mismo valor nominal para ser utilizado a futuro es, en la práctica, aceptar una pérdida económica segura. Salvo que el voucher contemple una cláusula de ajuste o una mejora sustancial en la prestación futura, su aceptación es casi siempre un mal negocio para el consumidor. Legalmente, nadie está obligado a aceptarlo. Si la empresa lo impone, está cometiendo una práctica abusiva.

Luego tenemos la reprogramación. Para ser válida como alternativa, debe ser ofrecida, no impuesta. Debe ser para una fecha y condiciones que el consumidor acepte explícitamente y, fundamentalmente, debe mantener o mejorar la calidad y condiciones del servicio original sin costo adicional alguno. Cualquier intento de cobrar «diferencias de tarifa» o de ofrecer un hotel de menor categoría invalida la oferta como una solución equitativa. Es una nueva negociación, y el consumidor tiene todo el derecho a rechazarla.

Finalmente, la opción que muchas empresas parecen querer olvidar: el reembolso. La ley habla de «restitución de lo pagado». Esto significa una devolución completa, total e integral del dinero. Y «completo» es un concepto amplio. No se limita al costo del pasaje o del paquete. Si la cancelación del vuelo principal tornó inútiles otros gastos asociados y demostrables —una noche de hotel no reembolsable en el destino, una excursión prepaga, el alquiler de un auto—, estos gastos también integran el daño emergente y deben ser resarcidos. Es el principio de la reparación integral. La idea de que la empresa puede retener un porcentaje por «gastos administrativos» por un servicio que ella misma no prestó es, sencillamente, una audacia jurídica.

Estrategias Procesales: De la Intimación al Estrado

Frente al incumplimiento, la pasividad no es una opción. El primer paso es construir el caso. Esto implica documentar absolutamente todo: guardar cada correo electrónico, cada captura de pantalla de la oferta, los comprobantes de pago, el contrato, el folleto. En derecho, la memoria es frágil, pero los documentos son contundentes. El segundo paso es salir del plano de la conversación informal. Se debe enviar una carta documento a la empresa. Este no es un simple reclamo; es un acto de interpelación fehaciente. Se intima a la empresa a cumplir con su obligación (reembolso, reprogramación aceptada, etc.) en un plazo perentorio (usualmente 48 o 72 horas), bajo apercibimiento de iniciar acciones legales. Este documento fija la posición del consumidor, constituye en mora al deudor y sirve como prueba fundamental en una instancia posterior.

Si la carta documento es ignorada, el siguiente escalón es la instancia de conciliación. En la jurisdicción nacional, por ejemplo, es obligatorio pasar por el COPREC (Servicio de Conciliación Previa en las Relaciones de Consumo). Es una audiencia con un conciliador donde se intenta llegar a un acuerdo. A veces funciona. Otras veces, es un mero trámite para habilitar la vía judicial. Si no hay acuerdo, el consumidor queda habilitado para demandar. Y aquí es donde el panorama para la empresa se complica exponencialmente. En un juicio no solo se reclamará el reembolso del dinero (con intereses), sino también el daño moral —la frustración, la angustia, el «mal momento» cuantificado económicamente— y, la joya de la corona, el daño punitivo. Previsto en el artículo 52 bis de la LDC, este rubro no busca compensar al consumidor, sino castigar a la empresa por su conducta grave y su menosprecio por los derechos del cliente, con el fin de disuadirla de repetir esa conducta en el futuro. Es la respuesta del sistema legal a la «viveza criolla» corporativa.

Mi consejo para la gerencia de la empresa que enfrenta este escenario es, aunque suene revolucionario, cumplir con la ley desde el principio. La resistencia a ultranza, basada en un cálculo mezquino de corto plazo, es una pésima estrategia de negocios. El costo de un abogado, las horas de gestión, el desgaste reputacional y la eventual condena a pagar no solo el capital original con intereses, sino también daño moral y daño punitivo, convierten la negativa a un simple reembolso en una decisión económicamente ruinosa. La mejor gestión de crisis no es un buen comunicado de prensa, es un departamento de legales que entiende que el contrato está para cumplirse y que el consumidor, hoy más que nunca, tiene una pila de herramientas para hacer valer sus derechos.