Atención Preferencial: Un Privilegio que se Compra, un Derecho que se Vende

La Revelación: Cobrar por lo que Debería Ser Gratis
Hay que reconocer una cierta genialidad en la simpleza de algunas ideas de negocio. Tomar algo que la gente detesta, como esperar, y venderles la solución. Es brillante. La fila, ese purgatorio democrático donde el tiempo de todos, en teoría, vale lo mismo, se convierte en una oportunidad de mercado. Nace así el “pase rápido”, la “fila prioritaria”, la “atención express”. Nombres sofisticados para un concepto antiguo: el que paga, manda. Y el que no, que se arme de paciencia.
Aquí es donde la realidad, con su molesta costumbre de tener leyes, interrumpe el festejo. Porque resulta que en una sociedad civilizada, ciertos conceptos como la igualdad y el trato digno no son meras sugerencias poéticas, sino obligaciones legales. La Ley de Defensa del Consumidor, ese texto que muchos empresarios parecen haber leído en diagonal, establece con una claridad meridiana que los consumidores deben recibir un trato equitativo y digno. No dice “trato digno si pagan extra”. Dice “trato digno”, a secas. Esto implica que la calidad base del servicio no puede ser deliberadamente degradada para hacer más atractiva la opción paga.
La situación se vuelve aún más interesante cuando la “preferencia” que se vende es, en realidad, un derecho ya adquirido. Pensemos en las personas mayores, las mujeres embarazadas o las personas con discapacidad. Para ellas, la atención prioritaria no es un lujo ni una cortesía opcional; es una obligación impuesta por ley a los proveedores de bienes y servicios. Ofrecerles pagar para acceder a esa prioridad es, en esencia, intentar venderles su propio derecho. Es como si el guardavidas en la playa te ofreciera un plan “premium” para no dejarte ahogar. Una propuesta comercial, cuanto menos, audaz.
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Estimado proveedor, emprendedor visionario. Felicitaciones por su iniciativa de segmentar el servicio. Ha descubierto que la impaciencia es un recurso renovable y monetizable. Antes de que encargue la placa de “Empleado del Mes” para su departamento de marketing, permítame compartirle algunas verdades incómodas que su equipo legal, si lo tiene, ya debería haberle susurrado.
Primero, el concepto de prácticas abusivas. La ley es bastante explícita al prohibir conductas que coloquen al consumidor en una situación de notable desequilibrio. Cuando usted degrada artificialmente el servicio estándar para que su opción “VIP” parezca la única razonable, está coqueteando peligrosamente con esta figura. No está ofreciendo un extra, está extorsionando con la lentitud. El servicio base debe ser eficiente por sí mismo. El “extra” debe ser un lujo genuino, no la llave para escapar de un maltrato programado.
Segundo, hablemos de las cláusulas nulas de pleno derecho. Si en sus términos y condiciones, esos que nadie lee, usted desliza que el consumidor acepta una espera indefinida a menos que pague, esa cláusula vale tanto como un billete de tres pesos. Son nulas aquellas que restrinjan los derechos del consumidor o inviertan la carga de la prueba. Y el derecho a un trato digno y a un plazo de atención razonable es irrenunciable.
Finalmente, una figura que debería provocarle un escalofrío: el daño punitivo. Es una multa civil, un “extra” que los jueces pueden añadir a la indemnización, no para compensar al consumidor, sino para castigarlo a usted. Se aplica cuando hay un grave desprecio por los derechos del consumidor, una conducta planificada para obtener un beneficio a costa de vulnerar la ley de forma masiva. Vender un derecho como si fuera un privilegio encaja con una precisión quirúrgica en esa descripción. Es una invitación a que la justicia le demuestre, con un impacto directo en su rentabilidad, que hay ideas que es mejor dejar en el pizarrón.
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Ahora, para usted, el consumidor. El que está en la fila mirando cómo otros pasan por el costado con una sonrisa de superioridad económica. Le han ofrecido la oportunidad de pagar para ser tratado como un ser humano con cosas que hacer. Conmovedor. Su primer instinto puede ser la resignación, pero permítame sugerirle una alternativa más constructiva: la acción metódica.
Paso 1: La Documentación. Usted es ahora un coleccionista de pruebas. Guarde todo. El ticket que ofrece la “fila rápida”. La captura de pantalla de la aplicación con la membresía “premium”. Un correo electrónico. Si la oferta es verbal, intente obtenerla por escrito. Pida un folleto. Pregunte por las condiciones vía chat de soporte y guarde la conversación. Si hay testigos, mejor. La memoria es frágil; los documentos, contundentes.
Paso 2: La Reclamación Formal. El primer paso no es un grito en redes sociales, sino un golpe sobre la mesa legal. Se llama carta documento. Es un texto formal, enviado por correo, donde usted explica la situación, cita su derecho a un trato equitativo y a una atención prioritaria (si aplica), y exige el cese de la práctica y, por qué no, una compensación. Este documento tiene un peso legal inmenso. Demuestra que usted intentó resolver el problema de buena fe y que la otra parte fue notificada.
Paso 3: La Mediación. Si la carta documento es ignorada, el siguiente escalón es la mediación administrativa. En nuestro sistema, organismos como el COPREC (Servicio de Conciliación Previa en las Relaciones de Consumo) son la parada obligatoria antes de un juicio. Es una audiencia donde un tercero neutral intenta que las partes lleguen a un acuerdo. Es el momento de poner sus pruebas sobre la mesa. A menudo, frente a la evidencia y la perspectiva de un juicio costoso, la empresa se vuelve súbitamente más razonable.
Paso 4: La Vía Judicial. Si todo lo anterior falla, queda el camino de la justicia. Con el patrocinio de un abogado, se inicia una demanda. Aquí es donde se reclaman los daños y perjuicios sufridos y, si el caso lo amerita, el famoso daño punitivo. Es un camino más largo, sí, pero es el que tiene el poder no solo de resolver su caso, sino de sentar un precedente para que otros no tengan que pasar por el mismo quilombo.
La Ilusión de la Exclusividad y el Peso de la Ley
En el fondo, esta práctica no es más que un síntoma de una filosofía particular: la creencia de que todo puede y debe tener un precio. Se apela a un deseo muy humano, el de sentirse especial, el de obtener una ventaja. Se vende la ilusión de exclusividad. Pero lo que realmente se está haciendo es erosionar la base de la convivencia civilizada, que se sostiene sobre derechos compartidos y un respeto mínimo que no debería depender del grosor de la billetera.
El sistema legal, con toda su lentitud y su jerga a veces incomprensible, funciona como un contrapeso a esta visión puramente mercantilista. La ley no es solo un conjunto de reglas; es la manifestación de un pacto social. Y ese pacto dice que la dignidad no se vende. Dice que hay grupos que merecen una protección especial no por caridad, sino por una cuestión de equidad fundamental. Dice que una empresa, por más poderosa que sea, no tiene derecho a crear ciudadanos de primera y de segunda dentro de su propio local.
Por eso, cuando un consumidor decide reclamar, no solo está defendiendo su propio tiempo y su dinero. Está defendiendo esos principios. Está recordándole al mercado que sus “innovaciones” tienen límites. Y que el derecho, aunque a veces parezca un gigante dormido, tiene una pila de recursos y una memoria muy larga. Al final del día, la creatividad para generar ganancias es admirable, pero la creatividad para pisotear derechos suele terminar siendo un pésimo negocio.