Alquiler de Autos y el Deber de Seguridad: Un Contrato de Riesgo

El Contrato de Alquiler: Más Allá de las Llaves y el Pagaré
Parece un acto de una simpleza conmovedora. Uno entrega una tarjeta de crédito, firma un papel sin leer —un acto de fe en la letra chica que enternece— y recibe a cambio las llaves de un vehículo. La expectativa, naturalmente, es que dicho vehículo funcione. Más aún, que sea seguro. Resulta una verdad de Perogrullo, pero el sistema jurídico se ha visto en la necesidad de consagrarla en normas de orden público, quizás previendo que el sentido común es, a menudo, el menos común de los sentidos en las relaciones comerciales.
El alquiler de un auto no es un mero trueque de dinero por un bien. Es un contrato de consumo. Esta categorización no es un capricho académico; es el portal que abre un universo de protección específico. El Código Civil y Comercial de la Nación (CCCN) y, fundamentalmente, la Ley de Defensa del Consumidor (N° 24.240), envuelven esta relación en un manto protector. La empresa de alquiler, en su rol de proveedora profesional, no solo se obliga a entregar un auto. Su obligación principal, implícita e irrenunciable, es garantizar que el bien entregado es apto para su destino y no presenta un riesgo para la salud o integridad física del consumidor. Esto se conoce como el deber de seguridad, consagrado en el artículo 5° de la ley 24.240.
Es fascinante observar cómo las empresas intentan diluir esta obligación pétrea a través de contratos de adhesión, esos extensos documentos repletos de cláusulas que, en esencia, buscan transferir toda la responsabilidad al usuario. Sin embargo, el artículo 37 de la misma ley fulmina de nulidad cualquier cláusula que «desnaturalice las obligaciones o limite la responsabilidad por daños». Por lo tanto, esa firma apresurada sobre una cláusula que dice «el vehículo se recibe en el estado en que se encuentra» tiene la misma validez legal que un billete de tres pesos. El proveedor es un experto que lucra con su pericia; el consumidor, un profano. La ley, con una lógica aplastante, impone la carga a quien tiene el conocimiento y el control.
La Responsabilidad Objetiva: Cuando la Culpa No Importa
Aquí es donde el derecho despliega su más elegante y pragmática herramienta: la responsabilidad objetiva. Para el consumidor afectado, esto es una revelación. No necesita embarcarse en la cruzada quijotesca de demostrar que la empresa fue negligente, que el mecánico se distrajo o que el gerente decidió ahorrar en mantenimiento. La ley, en su infinita sabiduría, nos ahorra ese espectáculo.
El artículo 40 de la Ley de Defensa del Consumidor es de una claridad meridiana: si el daño al consumidor resulta del vicio o riesgo de la cosa, responderán el productor, el fabricante, el importador, el distribuidor, el proveedor, el vendedor y quien haya puesto su marca en la cosa. La cadena de comercialización es solidariamente responsable. En el caso que nos ocupa, la empresa de alquiler es el proveedor directo. Para que su responsabilidad se active, al consumidor le basta con probar tres elementos: 1) el defecto del vehículo (el vicio); 2) el daño sufrido (un accidente, gastos, etc.); y 3) la relación de causalidad entre el defecto y el daño. No se discute la culpa. Se atribuye responsabilidad a quien introdujo un producto riesgoso en el mercado. La única forma en que la empresa podría eximirse es demostrando que la causa del daño le fue ajena: la culpa de la víctima (que usó el auto de forma indebida y temeraria) o un caso fortuito externo a la cosa (la caída de un meteorito, por ejemplo, no una falla de frenos preexistente).
El ABC Probatorio: Cómo Construir un Caso Inexpugnable
La justicia no opera sobre la base de la indignación, por más justificada que esté. Requiere prueba. La construcción de un caso sólido comienza en el instante mismo del incidente, con una frialdad y una metodología que a menudo son difíciles de mantener en estado de shock, pero que resultan indispensables.
Para el consumidor (el acusador): la tarea es documentar la realidad de forma obsesiva. Inmediatamente después del evento —y asegurada la integridad física—, se debe proceder a la recolección de evidencia. Fotografías y videos del desperfecto, del lugar del hecho, de los neumáticos, del tablero con las luces de advertencia. Si hay testigos presenciales, sus datos son oro puro. Un acta de constatación notarial que describa el estado del vehículo es una pieza de un valor probatorio formidable. El paso crucial, sin embargo, es la pericia mecánica de parte. Un ingeniero mecánico independiente debe revisar el vehículo y emitir un informe técnico detallado que certifique la existencia de una falla preexistente y su causalidad con el siniestro. Este informe será la columna vertebral de cualquier reclamo. Por supuesto, se debe conservar toda la documentación: contrato de alquiler, comprobantes de pago, correos electrónicos y cualquier comunicación con la empresa.
Para la empresa (la acusada): su defensa es precaria y se basa, esencialmente, en intentar fracturar el nexo causal. Su estrategia será argumentar la culpa de la víctima, alegando un uso imprudente o contrario a las especificaciones. Su mejor arma, sin embargo, no es reactiva sino preventiva: un historial de mantenimiento exhaustivo y documentado del vehículo. Esos checklists que se firman al retirar el auto tienen un valor limitado si un perito demuestra que la falla era interna e indetectable para un lego, pero son su primera línea de defensa. Una defensa sólida para la empresa no se improvisa en el juicio; se construye durante meses con un mantenimiento riguroso.
El Camino del Reclamo: De la Mediación al Estrado Judicial
Una vez que el daño está hecho y la evidencia recolectada, se inicia un camino procesal con estaciones bien definidas. La primera acción formal es el envío de una carta documento. Este no es un simple pedido; es una intimación fehaciente que fija la posición, detalla los hechos, invoca el marco legal (LDC, CCCN) y cuantifica el reclamo. Es el primer disparo, legalmente documentado.
Si la empresa ignora el reclamo o su oferta es irrisoria, el siguiente paso ineludible es la Mediación Prejudicial Obligatoria. En jurisdicciones como la Ciudad de Buenos Aires, a través del COPREC (Consumo Protegido), o sus equivalentes provinciales. Se trata de una audiencia ante un mediador, un tercero imparcial que intentará que las partes lleguen a un acuerdo. Es un filtro diseñado para descongestionar los tribunales, una instancia de diálogo civilizado que, con frecuencia, solo sirve para confirmar que las posiciones son irreconciliables.
Fracasada la mediación, queda expedita la vía judicial. Aquí, el reclamo se formaliza en una demanda donde se puede solicitar la reparación de distintos tipos de perjuicios. El daño emergente: todos los gastos directos, como el costo del alquiler, grúa, transporte alternativo, reparaciones de bienes personales dañados y gastos médicos. El lucro cesante: si a causa del incidente la persona no pudo trabajar, se reclama el ingreso perdido. El daño moral: es la indemnización por el sufrimiento, la angustia, el miedo y la zozobra padecidos. Es la forma que tiene el derecho de ponerle un precio al mal momento, una tarea siempre compleja pero jurídicamente procedente.
Y finalmente, la joya de la corona de la defensa del consumidor: el daño punitivo. Contemplado en el artículo 52 bis de la LDC, no busca compensar a la víctima, sino castigar al proveedor por una conducta particularmente grave, un menosprecio doloso o culposo por los derechos del consumidor. Para que proceda, no basta el incumplimiento; se debe demostrar que la empresa actuó con una indiferencia manifiesta hacia la seguridad ajena. Entregar un auto a sabiendas de su mantenimiento deficiente es un ejemplo de manual. La finalidad de esta multa civil es disuasoria: que al proveedor le resulte más costoso incumplir que cumplir. Una lección de economía conductual aplicada por el derecho.