Alimentos post divorcio por enfermedad: Derechos y obligaciones

La obligación de alimentos al ex cónyuge por enfermedad grave preexistente al divorcio es una excepción a la regla de la autosuficiencia tras la ruptura.
Un gran tenedor de plata, elegantemente servido, intentando desesperadamente pinchar una pequeña aceituna que rueda por un plato vacío. Representa: Reclamo de alimentos para el cónyuge enfermo o con discapacidad, que no puede valerse por sí mismo después del divorcio y requiere asistencia económica del ex cónyuge, si su situación lo permite.

El fin del amor y el principio de la solidaridad postconyugal

Contrario a la romántica idea de que ciertos lazos son eternos, el divorcio, en su esencia, es una declaración de independencia. El Código Civil y Comercial, en su pragmatismo casi poético, establece como regla general que, una vez disuelto el vínculo, cada cual se hace cargo de su propia subsistencia. Se acabaron las obligaciones recíprocas de asistencia. Cada uno con su auto, su trabajo y su pila de facturas. Sin embargo, el legislador, en un rapto de lucidez y realismo, previó situaciones donde esa pulcra separación de patrimonios y responsabilidades sería, sencillamente, una injusticia manifiesta. Aquí es donde emerge, como una figura excepcional y de interpretación restrictiva, la obligación alimentaria posterior al divorcio. No es un premio consuelo ni una pensión vitalicia por los años compartidos. Es un mecanismo de solidaridad familiar que sobrevive a la defunción del proyecto de vida en común.

El artículo 434 del Código es la piedra angular. Enumera taxativamente los supuestos. Nos enfocaremos en el primero: los alimentos debidos a quien padece una enfermedad grave preexistente al divorcio que le impide autosustentarse. Desglosemos este aparente trabalenguas. Primero, la “enfermedad grave”. No hablamos de un resfrío rebelde o de la angustia existencial post-ruptura. La gravedad debe ser tal que impacte de manera decisiva en la capacidad de la persona para generar sus propios recursos. Es una cuestión de hecho y prueba, donde los informes médicos periciales son los protagonistas excluyentes, por encima de cualquier relato conmovedor.

Segundo, el requisito de ser “preexistente”. La enfermedad, o al menos su germen, debió existir durante la vigencia del matrimonio. No es necesario que el diagnóstico se haya producido antes de la sentencia de divorcio, pero sí que la patología ya estuviera instalada. Esto evita la picaresca de reclamos por dolencias surgidas años después de extinguido el vínculo, que nada tienen que ver con la vida en común. La ley busca amparar una contingencia que, de haber seguido el matrimonio, hubiese sido afrontada por ambos cónyuges.

Tercero, y quizás lo más determinante, la “imposibilidad de autosustentarse”. Este es el nexo causal. La enfermedad debe ser la causa directa por la cual la persona no puede trabajar o procurarse los medios para vivir. Si una persona padece una enfermedad grave pero, por ejemplo, vive de rentas o tiene un patrimonio que le permite subsistir, el reclamo carece de fundamento. La ley no asiste al enfermo, sino al enfermo que, a causa de su dolencia, ha quedado en un estado de vulnerabilidad económica. Una distinción sutil pero fundamental que a menudo se pierde en el fragor de la batalla judicial.

La coreografía probatoria: Manual de instrucciones para el reclamante

Iniciar un reclamo de esta naturaleza es embarcarse en una empresa que exige una rigurosidad casi quirúrgica. Pensar que basta con presentar un certificado médico y una narración lacrimógena de los hechos es el camino más corto al fracaso procesal. El sistema judicial, por diseño, es escéptico. Su lenguaje no es el de las emociones, sino el de los expedientes. Por lo tanto, quien reclama debe montar una puesta en escena probatoria impecable, donde cada afirmación esté sostenida por un documento o una pericia.

El primer acto es acreditar la enfermedad grave. Esto requiere una historia clínica completa, informes de especialistas actualizados que detallen no solo el diagnóstico sino, fundamentalmente, el pronóstico y las limitaciones funcionales que impone. El juez necesita entender por qué esa patología específica le impide al reclamante, por ejemplo, cumplir una jornada laboral de ocho horas o realizar cualquier actividad productiva. Una pericia médica judicial, solicitada como medida de prueba, será casi siempre indispensable para dotar de objetividad e imparcialidad a la evaluación.

El segundo acto es demostrar la preexistencia. Aquí es donde los archivos cobran vida. Estudios médicos antiguos, consultas realizadas durante el matrimonio, testimonios de profesionales que atendieron al cónyuge en esa época. Se trata de construir una línea de tiempo que demuestre que la condición no es una novedad post-divorcio. Es un trabajo de hormiga, de desempolvar papeles que quizás se creían olvidados, pero que ahora valen su peso en oro procesal.

El tercer acto, el más complejo, es probar la relación causal entre enfermedad e imposibilidad de sustento. No es suficiente ser pobre y estar enfermo. Hay que probar que se es pobre *a causa* de la enfermedad. Aquí entran en juego informes socioambientales que constaten el nivel de vida, la ausencia de bienes, la falta de ingresos. También se debe demostrar la imposibilidad “razonable” de procurárselos. Si la persona tiene una formación o habilidades que le permitirían realizar trabajos adaptados a su condición (por ejemplo, teletrabajo), pero no lo hace, el reclamo se debilita. Se debe acreditar una búsqueda activa de alternativas que resultaron infructuosas por las limitaciones de salud.

Finalmente, el cuarto acto: demostrar la capacidad económica del demandado. Es una verdad de Perogrullo, pero no se puede sacar agua de las piedras. El reclamante debe aportar pruebas sobre el caudal económico del ex cónyuge: recibos de sueldo, declaraciones juradas de impuestos, informes de dominio de autos o propiedades, resúmenes de tarjetas de crédito. La obligación alimentaria siempre se fija en función del binomio necesidad-posibilidad. Sin la prueba de la solvencia del otro, el reclamo, por más justo que parezca, está destinado a ser letra muerta.

La defensa estratégica: Cuando ser el ‘solvente’ se vuelve un problema

Ahora, pongámonos en los zapatos del demandado. Recibir una notificación de este tipo suele generar una mezcla de indignación y sorpresa, especialmente si la separación fue hace tiempo. La primera reacción, casi instintiva, es la negación. Pero en el derecho, la estrategia es superior a la indignación. Una defensa efectiva no se basa en descalificar al otro, sino en desarticular, pieza por pieza, los fundamentos de su reclamo.

La primera línea de defensa es cuestionar la gravedad de la enfermedad o su impacto real en la capacidad laboral. No se trata de jugar al médico, sino de exigir pruebas rigurosas. ¿Las limitaciones son tan absolutas como se alega? ¿No existen tratamientos que mejoren la condición? ¿El reclamante no podría realizar otro tipo de tareas? Es lícito solicitar una contra-pericia médica, proponer puntos de pericia específicos que indaguen sobre las capacidades residuales de la persona. A veces, una enfermedad que suena alarmante en el papel no incapacita totalmente en la práctica.

La segunda línea es atacar el requisito de la preexistencia. Si se puede demostrar, con pruebas, que la enfermedad fue diagnosticada y comenzó a manifestarse mucho después de la sentencia de divorcio, el reclamo se cae por su propio peso. Quizás el reclamante tuvo otros trabajos o desarrolló una vida normal durante un tiempo considerable post-divorcio, lo que rompería el nexo con la vida matrimonial.

La tercera, y a menudo la más fructífera, es romper el nexo causal. La defensa puede argumentar que la falta de recursos del reclamante no se debe a su enfermedad, sino a otras causas: falta de capacitación, desidia, o simplemente porque nunca desarrolló una actividad económica propia, incluso cuando gozaba de buena salud durante el matrimonio. Si se demuestra que la persona nunca tuvo intención de trabajar, la enfermedad puede ser una circunstancia desafortunada, pero no la causa de su estado de necesidad a los fines legales de este reclamo específico. Es un argumento delicado, pero jurídicamente válido.

Finalmente, está la defensa sobre la propia capacidad de pago. El demandado debe presentar un cuadro sincero y documentado de su propia situación económica. No solo sus ingresos, sino también sus gastos fijos, sus propias necesidades de salud, si tiene una nueva familia a su cargo, deudas. El objetivo es demostrar que, o bien no se cuenta con los medios para afrontar la cuota solicitada, o que hacerlo implicaría un sacrificio desproporcionado que afectaría la propia subsistencia. La solidaridad tiene un límite, y ese límite es el propio bienestar del obligado.

Verdades incómodas: Límites, cesación y el factor tiempo

Es crucial desmitificar la naturaleza de esta obligación. No es una condena perpetua. El propio Código, en su artículo 435, establece las causales de cese de la obligación alimentaria. La más obvia es si desaparece la causa que le dio origen. Es decir, si el beneficiario se recupera, o consigue un trabajo que le permite sustentarse, o recibe una herencia que lo saca del estado de necesidad, la obligación se extingue. No es automática; requiere una presentación judicial para solicitar el cese, pero el derecho a hacerlo es claro. También cesa si el beneficiario contrae matrimonio o entra en una unión convivencial, pues se entiende que la obligación de asistencia pasa a la nueva pareja.

Otra verdad incómoda es que la cuota alimentaria fijada por el juez tiene un carácter eminentemente temporal. Salvo casos de excepcionalidad palmaria, donde la enfermedad es degenerativa, irreversible y de una gravedad extrema, los jueces tienden a fijar estos alimentos por un plazo determinado. Se concibe como un apoyo transitorio para que la persona pueda reacomodarse o mientras dure la fase más aguda de su incapacidad. La idea de una pensión que se extienda por décadas hasta el fin de los días de alguno de los dos es, en la práctica, una rareza reservada para escenarios verdaderamente dramáticos.

El monto tampoco es una réplica del nivel de vida que se tenía durante el matrimonio. La finalidad de estos alimentos no es mantener un estatus, sino cubrir las necesidades básicas e indispensables: vivienda, salud, alimentación, vestimenta. El juez ponderará con suma cautela las necesidades reales del reclamante y la capacidad real del alimentante, buscando un equilibrio que raramente deja a ambas partes completamente satisfechas. Es, por definición, una solución de compromiso ante una situación no deseada por nadie.

En definitiva, este reclamo es un claro ejemplo de cómo el derecho intenta equilibrar principios contrapuestos: la libertad individual y la autonomía de los ex cónyuges por un lado, y el deber de solidaridad ante la desgracia por el otro. Es un terreno legal complejo, lleno de matices, donde cada caso es un universo en sí mismo y donde la prueba rigurosa y la estrategia procesal pesan mucho más que la justicia poética o las apelaciones a un pasado en común que, jurídicamente, ya no existe.