Accidente por Piso Mojado: Responsabilidad Civil en Argentina

La falta de señalización en un piso mojado genera una presunción de responsabilidad del propietario o guardián del lugar por los daños sufridos.
Un plátano, con la cáscara medio despegada, sobre una superficie lisa y brillante. Representa: Lesión por resbalón en piso mojado no señalizado

La coreografía del infortunio: Anatomía de un resbalón

Pocas cosas son tan democráticas y, a la vez, tan solitarias como una caída en público. Un resbalón en un piso mojado es el ejemplo perfecto. No discrimina. Ocurre en un instante, transformando un corredor de supermercado o el hall de un edificio en un escenario. La física es implacable, pero el derecho, a su manera, también lo es. Porque detrás de cada golpe hay una historia de posible negligencia.

El punto de partida legal es el deber de seguridad. Un concepto que suena etéreo pero tiene un peso muy concreto. Quien explota comercialmente un lugar o administra un espacio común tiene la obligación de garantizar la integridad física de quienes por allí transitan. No es una cortesía, es una imposición legal derivada del principio general de buena fe (Art. 9 del Código Civil y Comercial de la Nación) y, en muchos casos, de la Ley de Defensa del Consumidor (N° 24.240, Art. 5), que establece que las cosas y servicios deben ser suministrados en forma tal que no presenten peligro para la salud o integridad física de los consumidores.

Aquí entra en juego una figura estelar del derecho de daños: la responsabilidad por el riesgo o vicio de la cosa, consagrada en el artículo 1757 del Código. Un piso mojado, sin la debida señalización, no es simplemente un piso con agua; es una ‘cosa riesgosa’. Su propia condición incrementa la probabilidad de un daño. La ley presume, sin admitir prueba en contrario sobre este punto, que el dueño o guardián de esa cosa es responsable. Esto se conoce como responsabilidad objetiva. ¿Qué significa? Que no se discute si el responsable tuvo la ‘culpa’ o la ‘intención’. No interesa si el empleado de limpieza era nuevo, si se distrajo o si justo se había quedado sin carteles. El simple hecho de haber puesto esa ‘trampa’ en el camino de la gente es suficiente para que deba responder por las consecuencias. La responsabilidad no nace de la culpa, nace del riesgo creado.

El famoso cartelito amarillo de ‘Piso Mojado’ es, entonces, mucho más que un trozo de plástico. Es la materialización del deber de prevención del daño (Art. 1710 del CCyC). Su ausencia no es un simple descuido; es una omisión que, a los ojos de la ley, grita responsabilidad. Su presencia, por otro lado, es el primer escudo del demandado, aunque, como veremos, no siempre es una armadura impenetrable.

El demandante: Del piso al estrado

Para quien sufre la caída, el primer enemigo es el instinto. La vergüenza empuja a levantarse rápido, minimizar el dolor y seguir camino como si nada. Craso error. Ese impulso es el mejor amigo del responsable del lugar. La gestión de un reclamo exitoso empieza en los segundos posteriores al impacto.

El primer paso es casi un trabajo de peritaje personal: recolectar pruebas. Hoy, el celular es la principal herramienta. Hay que sacar fotos. Muchas. Fotos del charco, de la ausencia del cartel de advertencia, fotos panorámicas que muestren el lugar exacto del hecho. Si hay testigos, hay que pedirles sus datos de contacto (nombre, apellido, DNI, teléfono). Un testigo presencial vale su peso en oro. Inmediatamente después, hay que solicitar asistencia médica en el lugar. Que una ambulancia constate las lesiones y las registre en un parte médico es fundamental para establecer el ‘nexo causal’ entre la caída y el daño físico. Ir al médico por cuenta propia horas después abre la puerta a que la defensa argumente que la lesión pudo ocurrir en cualquier otro lado.

El siguiente movimiento es formal: notificar al establecimiento. Informar del accidente a un gerente o encargado y, si es posible, dejar constancia por escrito. Pero lo más importante es enviar una carta documento a la brevedad. Este es el primer acto legal formal, donde se relatan los hechos, se imputa la responsabilidad y se intima a la reparación de los daños. Constituye en mora al deudor y fija una fecha cierta del reclamo.

Finalmente, se debe cuantificar el reclamo. El ‘daño’ no es una sola cosa. Se descompone en varias categorías: el daño emergente (todos los gastos médicos, farmacia, kinesiología, traslados), el lucro cesante (el dinero que se dejó de ganar por no poder trabajar), y la joya de la corona de la responsabilidad civil argentina, el daño moral. Este último es la compensación por el sufrimiento, la angustia, el dolor físico y la alteración de la paz y la vida normal. No se trata de un ‘precio al dolor’, sino de una satisfacción sustitutiva. Es el reconocimiento monetario de que tu vida se vio trastocada por la negligencia de otro.

El demandado: Manual de supervivencia para el dueño del charco

Del otro lado del mostrador, la situación exige una estrategia que vaya más allá de culpar a la mala suerte. Cuando llega un reclamo por una caída, la primera línea de defensa, y la más común, es intentar fracturar el nexo causal. Para esto, existen las ‘eximentes de responsabilidad’.

La defensa predilecta es la ‘culpa de la víctima’ (Art. 1729 del CCyC). El objetivo es demostrar que fue el propio accionar de la persona accidentada la causa adecuada de su caída. ¿Estaba usando el celular? ¿Corría por los pasillos? ¿Llevaba un calzado manifiestamente inapropiado? ¿Había un cartel de advertencia enorme y luminoso que decidió ignorar olímpicamente? Probar esto requiere evidencia sólida, como filmaciones de cámaras de seguridad. No basta con meras suposiciones.

Una segunda vía, más teórica que práctica en estos casos, es el ‘caso fortuito o fuerza mayor’ (Art. 1730 del CCyC). Se tendría que demostrar que el piso se mojó por un evento imprevisible e inevitable, ajeno a la actividad del establecimiento. Por ejemplo, la rotura súbita de una cañería interna que inundó el lugar en segundos. Es muy difícil de argumentar cuando el agua proviene de una tarea de limpieza, que es, por definición, previsible y controlable.

La tercera opción es el ‘hecho de un tercero por quien no se debe responder’ (Art. 1731 del CCyC). Se alega que alguien ajeno al establecimiento causó la situación de riesgo de forma inmediata a la caída, sin dar tiempo a que el personal actuara. Por ejemplo, si otro cliente derrama una gaseosa y, cinco segundos después, alguien se resbala. La viabilidad de esta defensa depende del tiempo transcurrido y de los protocolos de vigilancia y limpieza del lugar.

La mejor defensa, en realidad, es la prevención. Contar con protocolos de limpieza documentados, registros de inspección de los pisos y personal capacitado no solo reduce la probabilidad de accidentes, sino que también sirve como evidencia en un juicio para demostrar que se actuó con diligencia, lo que podría atenuar una eventual condena.

La verdad incómoda: Más allá del dinero y los moretones

Un juicio por un resbalón y caída rara vez trata solo sobre un hueso roto y una pila de facturas médicas. En el fondo, es una discusión sobre los estándares de convivencia y cuidado en una sociedad. Al entrar a un espacio comercial, realizamos un acto de confianza. Delegamos parte de nuestra seguridad en el propietario o administrador del lugar. Cuando esa confianza se rompe por una baldosa floja o un charco sin señalizar, el sistema legal interviene para intentar restaurar un equilibrio que nunca debió perderse.

En este teatro legal, hay un actor principal que opera desde las sombras: la compañía de seguros. La mayoría de los establecimientos comerciales cuentan con un seguro de responsabilidad civil. Por lo tanto, la negociación no suele ser directamente con el dueño del local, sino con un abogado de la aseguradora, cuyo objetivo profesional es, lógicamente, pagar lo menos posible. Esto se traduce en un proceso que puede ser largo y desgastante, con ofertas iniciales bajas y una estrategia de dilación que busca agotar la paciencia y los recursos del reclamante.

Cuando el caso llega a una sentencia, los jueces enfrentan la compleja tarea de aplicar el principio de ‘reparación plena’ (Art. 1740 del CCyC). Esto significa que la indemnización debe, en la medida de lo posible, colocar a la víctima en la misma situación en la que se encontraba antes del hecho dañoso. Es un ideal, una utopía necesaria. ¿Cómo se traduce en dinero la imposibilidad de alzar a un nieto, el dolor crónico en la espalda o el miedo a caminar en un día de lluvia? Los jueces se basan en precedentes, fórmulas y una dosis de sana crítica para tasar algo que, por naturaleza, no tiene precio. No es una ciencia exacta, es un intento de hacer justicia en un mundo imperfecto.

Al final del día, la conclusión es de una obviedad casi insultante. La inversión en prevención es infinitamente menor que el costo de una sola demanda. Ese cartel de ‘piso mojado’, ese balde con ruedas, esa capacitación al personal, no son gastos. Son la inversión más rentable que un negocio puede hacer. No solo porque evita juicios, sino porque es la manifestación material del respeto básico por la integridad del otro. Una verdad tan simple que, paradójicamente, parece ser la más difícil de aprender.